lunes, 6 de septiembre de 2010

La Nobleza

Para explicar qué es la nobleza, lo mejor es recurrir a quienes más saben de ello. De esta manera se entenderá mejor su evolución, su vigencia y su, cada vez más improbable, futuro.

Para ello, me permito reproducir una entrada que apareció en el magnífico Blog de Heráldica (el cual no me cansaré de recomendar) en la que, a su vez, se reproducía una conferencia pronuciada por el Dr. Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila, Marqués de la Floresta y Cronista-Rey de Armas de Castilla y León.
El texto, que se reproduce íntegramente, es este:

Reflexiones sobre la Nobleza española del Siglo XXI
por el Dr. Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila
Cronista de Armas de Castilla y León
Marqués de la Floresta

Este texto, levemente corregido, procede del que con el mismo título ha sido publicado por Luis Palacios Bañuelos e Ignacio Ruiz Rodríguez (directores), en La Nobleza en España. Historia, presente y perspectivas de futuro. Actas del VI Curso de Verano Ciudad de Tarazona (Madrid, Universidad Rey Juan Carlos I, 2009), páginas 307-324.


Reflexionar sobre el presente o el futuro de la Nobleza española no deja de ser, en muy gran medida, un contrasentido; o mejor dicho un imposible, toda vez que en puridad ese colectivo ya no existe, al menos como fenómeno social o como hecho general de civilización. Para acometer, pues, ese intento, ciertamente habré de jugar, con la licencia de quienes me leen, con los conceptos.

Y por ello comenzaré por definirlos en la medida en que nos sea posible, ya que es que en este punto en el que se encuentra la mayor dificultad para salir airosamente del empeño. Seguidamente examinaré los no muy numerosos elementos o datos que nos permitan acercarnos al sujeto nobiliario, para concluir con una crítica del estado actual del mismo, crítica que confío no escandalice ni tampoco se tome por pesimista, a pesar de que ya antes de pasar adelante aviso al lector de que me he de colocar, voluntariamente, en la áspera e ingrata posición del abogado del diablo, que no otra cosa parece a algunos el querer decir las verdades en voz alta.

Qué cosa ha sido la nobleza española


A cuantos conocemos bien lo que ha sido la Nobleza hispánica, nos es fácil colegir que no constituyó un único ni unitario estamento, ni un único cuerpo social, porque además tampoco fue la misma cosa durante su milenaria evolución histórica, ni en lo general europeo o hispánico, ni en lo particular de las distintas regiones españolas.
La Nobleza española, durante la baja Edad Media y el Antiguo Régimen, fue el grupo dominante por excelencia de aquella sociedad estamental; preeminencia que, por la especial manera en que en España si llevó a cabo la transición al régimen liberal, se extendieron a buena parte de la época posterior, alcanzando casi los tiempos que transcurren entre las dos guerras mundiales. La comprensión histórica de los periodos que hemos dado en llamar la baja Edad Media, la Edad Moderna e incluso la Edad Contemporánea es imposible, o sólo podría alcanzarse de una manera muy distorsionada, sin el conocimiento preciso del peso político y social, y del significado económico, de aquellos estamentos sociales que encabezaban a sus respectivas sociedades.

Entenderemos, pues, por Nobleza el conjunto, pero también las individualidades, de las élites sociales hispanas desde el siglo XIII al XIX; es decir, durante el periodo histórico en que dichas élites sociales -denominadas genéricamente nobleza- tuvieron un papel director de las sociedades españolas, heredado de la aristocracia medieval y obtenida gracias a una absoluta preponderancia política, una especial consideración jurídica que la diferenciaba del resto de la población, y un sobre todo un dominio grande sobre la inmensa mayoría de los recursos económicos de los reinos.

Dada la amplitud y la diversidad de aquellos estamentos, previamente a entrar en el examen de la materia en cuestión, parece necesario hacer una breve advertencia o disquisición sobre el término nobleza. Porque, efectivamente, en ella se integraban colectivos sociales muy distintos entre sí: en absoluto era lo mismo un poderoso Grande de España, que un mayorazgo regidor de una ciudad de provincias, o que un hidalgüelo montañés o asturiano. Y, sin embargo, todos ellos estaban sujetos a un fuero común y a una semejante consideración social, y por eso frecuentemente los más elevados de ellos se honraban de proceder de un linaje de oscuros hijosdalgo norteños. Por lo tanto, la palabra nobleza describe y encierra a varios colectivos sociales desiguales entre sí, y por eso será preciso tenerlo muy en cuenta a la hora de abordar y definir los presupuestos y el alcance de cualquier estudio nobiliario.

En este mismo sentido conviene aclarar también, puesto que se ha repetido hasta la saciedad, que en España sí que hubo durante toda la Edad Moderna una verdadera burguesía, con frecuencia -casos de la industrial Segovia o de la comercial Medina el Campo, y de otras ciudades catalanas o valencianas- dedicada a negocios comerciales o industriales. Lo que ocurre es que esa burguesía se camuflaba o revestía de nobleza urbana, lo que ha llevado a la confusión a los autores menos enterados de la mentalidad nobiliarista que impregnaba aquella sociedad. Tampoco ha dejado de confundirles la reducción del fenómeno nobiliario a los Grandes y Títulos, fáciles de identificar por sus dignidades; pero ¿es que eran menos nobles sus hijos, hermanos o parientes, que aun careciendo de Título tenían la misma sangre y por ello los mismos fueros? Esta ignorancia ha llevado a tantos autores a decir innumerables tonterías, en especial cuando se han dedicado a la transición acaecida durante el siglo XIX español, cuando la alta nobleza no fue sustituida por una burguesía de nueva formación, sino ciertamente constituida por nobles segundones e hidalgos menores -no hay más que repasar con conocimiento los escalafones palatinos, administrativos y militares de la época-.

Nos encontramos, pues, ante un fenómeno histórico y social de muy vastas proporciones e importancia, y por eso es necesario, al aproximarnos a su estudio, ser tan cautos como precisos en su descripción.

Qué cosa sea hoy la Nobleza española

A fuer de ser precisos, es insoslayable la necesidad de afirmar que, como cuerpo social privilegiado, la Nobleza sin ley no es nada, ni puede ser nada. Pues bien, bajo esta premisa ¿existe hoy en día la Nobleza en España?. Pues sí y no, según sea el concepto de Nobleza que utilicemos, pues como corresponde a un estamento nacido hace más de mil años, durante su largo devenir histórico esa palabra ha significado y significa distintas cosas y conceptos, como ya he advertido.

Si le damos al vocablo Nobleza su significado preciso y estricto, la respuesta ha de ser negativa, habida cuenta de que la Nobleza como estamento de una sociedad jerárquica -la medieval, la del Antiguo Régimen- solamente se basaba en la diferencia legal de las personas, es decir en la existencia de una situación jurídica privilegiada y diferente entre unos y otros. O sea que la Nobleza sin ley no es nada, y ni siquiera puede existir.

Y a la luz de esta premisa jurídica ¿puede decirse que exista hoy una Nobleza, es decir, un estamento o una casta de personas legalmente privilegiadas en la España constitucional del siglo XXI?. ¿puede incardinarse un grupo social privilegiado por razón de nacimiento en la sociedad española igualitaria y basada en el mérito personal? La respuesta nos la proporciona de una manera asaz clara el artículo 14 de la Constitución de 1978: los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Pero notemos que esto no es una novedad de la vigente Constitución; no, esto ya lo decía, en parecidos términos la Constitución gaditana de 1812, y después de aquella todos los textos constitucionales que han seguido, hasta la citada de 1978.

Por eso en 1836 se declaró el fin de la distinción de estados -el estado noble, el estado general, el estado eclesiástico-, lo que no era otra cosa que el final de la Nobleza como estamento diferenciado. Y aunque algunos benditos quieran creer que, aunque se suprimió el hecho de la diferenciación, sí que siguieron existiendo los tres estados o alguno de ellos, cosa evidentemente irrazonable e imposible, ya que esos estados sola y únicamente se basaban en la propia diferenciación legal, y sin esa legalidad simplemente no existen ya.

El Tribunal Supremo, en su sentencia de 16 de febrero de 1988, lo ha dejado meridianamente claro, al declarar cómo, abolidos todos los privilegios y exenciones, los hidalgos dejaron de constituir una clase social quedando tal calidad reducida a un recuerdo histórico sin trascendencia alguna en la vida del Derecho. El hipotético supuesto de ser el actor descendiente de quienes disfrutaron en el Antiguo Régimen la condición legal de hidalgos con las exigencias y privilegios entonces inherentes a tal condición estamental, es cuestión que nuestro actual Ordenamiento jurídico no contempla ni regula, siendo por tanto tal dato irrelevante para el Derecho. El asunto nobiliario, o sea su absoluta inexistencia legal y política, está, pues, bien claro.

Otra cosa es que, para entendernos en sociedad, convengamos coloquialmente en denominar Nobleza a los actuales meros poseedores administrativos de Grandezas y Títulos, y a los actuales meros descendientes de los nobles inscritos y reconocidos como tales antes de 1836 (o de 1812, si se quiere). Pero esto sólo puede hacerse si se tiene bien claro que la Nobleza de las épocas medieval y moderna era un estamento diferenciado legalmente, una clase privilegiada, y en muchas ocasiones dotada de ciertos poderes públicos -cual el señorío-; mientras que los llamados nobles o aristócratas actuales -en realidad, tan solo descendientes de nobles, o como mucho poseedores de un Título nobiliario-, no se diferencian -no nos diferenciamos, vaya- legalmente en nada del resto de la población española, es decir que no somos un estamento ni distinguido ni privilegiado por las leyes. Somos otra cosa muy distinta, así es, respecto de nuestros más o menos ilustres antecesores -que de todo hubo en las familias históricas-. Y si se pretende confundir a los vivientes con aquellos, el intento deviene automáticamente en una muestra de vana ignorancia, cuando no en locura y paranoia social.

En todo caso, también es cierto que perviven en España, quiero decir en términos legales, las dignidades nobiliarias de la Grandeza de España y de los Títulos del Reino, amparadas por las leyes -en especial, la ley de 4 de junio de 1948- y reconocidas por el Estado a través del Ministerio de Justicia. Y también es cierto que dos sentencias del Tribunal Constitucional y varias decenas de fallos del Tribunal Supremo forman un respetable cuerpo jurisprudencial sobre estas dignidades, que son las que hoy en día forman lo que, aunque sea tan imperfectamente como se ha dicho, hemos dado en denominar Nobleza o aristocracia.

No es menos cierto que esa rara sentencia del Tribunal Supremo que acabo de citar, la de 16 de febrero de 1988, ha venido a reconocer también la existencia legal de una Nobleza no titulada, que estaría formada solamente por aquellas personas que pertenezcan a alguna de las Corporaciones reconocidas oficialmente (cual son las cinco Reales Maestranzas de Caballería y el Real Cuerpo Colegiado de la Nobleza de Madrid). A las que obviamente habría que añadir, decimos nosotros, a los caballeros y damas de las cuatro Órdenes de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa, y el Real Cuerpo de la Nobleza de Cataluña, por la misma razón que aduce el Tribunal Supremo: porque gozaron de reconocimiento oficial hasta hace pocos decenios.

Entenderemos, pues, por integrantes del estamento social de la actual Nobleza española, a estos efectos dialécticos, a todos los Grandes y Títulos, y a sus familiares directos de la misma sangre; y también a los caballeros de las cuatro Órdenes Militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa), de los Reales Cuerpos de la Nobleza de Madrid y Cataluña, y de las cinco Reales Maestranzas de Caballería. Dejo fuera, pues, a los miembros de otras corporaciones y asociaciones nobiliarias menores, así como a los miles de hidalgos no ejercientes, y lo hago por varias razones que no es del caso explicar por menor, pero sobre todo porque jamás han sido reconocidas oficialmente, ni su participación activa en la res nobiliaria hodierna tiene apenas efectos notables[1]

Novedades y cambios en la Nobleza durante el reinado de Don Juan Carlos I[2]

En noviembre de 1975, Grandes y Títulos gozaban de reconocimiento oficial por parte del Estado en virtud de la ley de 4 de mayo de 1948. Los expedientes sucesorios y afines se venían tramitando desde entonces a través del Ministerio de Justicia, con la intervención ocasional, a título consultivo, del Consejo de Estado y de la Diputación de la Grandeza. Las cuestiones sobre mejor derecho sucesorio se venían ventilando entonces, como ahora, ante los Tribunales de Justicia. En líneas generales, estas circunstancias administrativas y judiciales apenas han variado en este tercio de siglo.

Pero el cambio de régimen acaecido en 1975 tuvo dos efectos inmediatos de compleja explicación psicológica. De una parte se produce el fin de la vida social colectiva de la llamada alta Nobleza, sus cerrados círculos simplemente desaparecen (fiestas, puestas de largo y recepciones se redujeron en número y en fasto durante aquellos primeros años de la instaurada Monarquía), y este vacío ha sido ocupado por la nueva aristocracia del dinero, la política y la fama. De otra parte se observa un retraimiento generalizado en el uso público de los Títulos, quizá por el temor de sus poseedores a provocar reacciones adversas ante la imperante valoración social, a veces negativa, de la propia Nobleza. Sorprendentemente, como efecto contrario, se manifestó un gran deseo de rehabilitar Títulos vacantes, lo que condujo a un notorio aumento de los expedientes tramitados por el Ministerio de Justicia.

Esta circunstancia provocó pronto algunos cambios legislativos. El primero se produjo mediante el real decreto de 21 de marzo de 1980, que, modificando otro de 27 de mayo de 1912, redujo los llamamientos sucesorios requeridos para las solicitudes de rehabilitación de mercedes nobiliarias. Sin embargo, estas medidas apenas fueron suficientes para reducir las decididas pretensiones de muchos aspirantes, e incluso algunos de ellos, auxiliados por profesionales poco escrupulosos, llegaron al extremo de falsificar sus genealogías y llamamientos, provocando uno de los mayores escándalos que jamás hayan afectado a la Nobleza titulada, y han causado directamente el desprestigio de los organismos responsables de velar por la legalidad en estos temas. Tanto el Ministerio de Justicia, como el Consejo de Estado, como la Diputación de la Grandeza, no solo mostraron una incapacidad inicial para cortar tales abusos, sino que fueron cooperadores -por supuesto involuntarios-, para llevar a cabo tales desafueros. El principal caso acabó siendo encausado en 1986 por el Juzgado de Instrucción de Madrid número 14, que más de diez años después dictó sentencia condenatoria contra varios de los culpables. Sin embargo, curiosamente, no se ha producido hasta ahora, que sepamos, la inexcusable anulación de los muchos Títulos alcanzados mediante esos desmanes e ilegalidades, y sus poseedores continúan usándolos pública y pacíficamente. Lo mismo ocurre con otros sonados casos de falsificaciones documentales y nobiliarias, que a pesar de ser generalmente conocidos no han merecido hasta ahora las atenciones de la Administración ni de la Justicia.
Sí que se produjo, en cambio, una reacción directa orientada a corregir tales abusos: la salida del Ministerio del hasta entonces jefe del Servicio de Asuntos de Gracia, y la promulgación del real decreto 222/1988, de 18 de marzo, por el que se redujeron drásticamente las posibilidades de rehabilitación de Títulos vacantes. Se trata de un texto legal controvertido, y sin duda muy defectuoso en cuanto a su técnica jurídica -trasluce un enorme desconocimiento del Derecho nobiliario vigente-, pero que ha surtido el efecto que los gobernantes buscaban: esto es, el de ahorrarse complicaciones.

No fue la actuación omisiva del Ministerio de Justicia la única censurable en aquellos tiempos. Paralelamente, el Consejo de Estado y la Diputación de la Grandeza comenzaron a emitir algunos dictámenes e informes muy controvertidos, en bastantes casos errados en la aplicación de la legalidad vigente, y en varias ocasiones incoherentes e incluso contradictorios con otros anteriores. Esta línea doctrinal errática ha generado una gran inseguridad jurídica en la tramitación de los expedientes administrativos. Es muy de lamentar que esas tendencias, estos usos a mi entender viciosos, se hayan mantenido desde comienzos de los años ochenta hasta ahora. Entre las muchas Grandezas y Títulos rehabilitados o sucedidos durante estos años se han producido por los indicados motivos algunos escándalos notorios que, lamentablemente, han trascendido a la opinión pública y han afectado al crédito de tan altos organismos. Baste con recordar los funestos dictámenes sobre el Marquesado de Santa María de Otavi, el Marquesado del Campo o el Ducado de la Palata, entre otros. Paradigma de cuanto digo, y compendios de arbitrariedades, e incluso de posibles ilegalidades -cuya definitiva calificación jurídica acabará sin duda en la mejor fundada decisión de los Tribunales de Justicia- tengo para mí que son el conjunto de informes y dictámenes del Consejo de Estado y de la Diputación de la Grandeza, atinentes a la Casa de Peñaflor y algunas de sus agregadas (San Bernardo, Cortes de Graena, Quintana de las Torres, Grandeza de Mariátegui), o los que se refieren a la Baronía de Gavín y al Marquesado de Bérriz carlista.

Por su parte, los Tribunales de Justicia comenzaron también a innovar en materia jurisprudencial nobiliaria, y no siempre con acierto. Quizá el asunto más célebre haya sido el iniciado por el Tribunal Supremo a partir de sus sentencias de 20 de Junio de 1987 (Marqués del Vado del Maestre), 27 de julio de 1987 (Marqués de Villalba de los Llanos), 27 de octubre de 1987 (Conde de Puñonrostro), 7 de diciembre de 1988 (Conde de Cabarrús), 28 de abril de 1989 (Conde de Casa Lasquetty), 12 de diciembre de 1989 (Conde de Retamoso), 3 de enero de 1991 (Conde de Valdeprados), 22 de marzo de 1991 (Marqués de Agropoli) -entre otras posteriores que sustentan la misma Doctrina-, por las que cuestionaba los mismos fundamentos de la res nobiliaria, al cambiar su secular criterio jurisprudencial reconociendo la preferencia del principio de primogenitura sobre el tradicional de varonía. El resultado es de todos conocido: familias divididas, pleitos numerosísimos entre hermanas y hermanos, y todo para que finalmente el Tribunal Constitucional, con su sentencia de 7 de julio de 1997 zanjase esta cuestión definitivamente... aunque suscitando otras cuestiones no menos relevantes. Ciertamente, y aún habiendo sido uno de los juristas que más combatió en su día la nueva doctrina pro feminae del Tribunal Supremo, he de reconocer que el fallo del Constitucional apenas me convence en términos jurídicos, y que además me alarma bastante, ya que en sus considerandos se introducen conceptos peligrosísimos para la condición nobiliaria y su ordenamiento jurídico.

En todo caso, esa tendencia no ha tenido apenas continuidad, porque el Rey y las Cortes, a propuesta conjunta del Partido Socialista y del Partido Popular, mediante la ley 33/2006, sobre igualdad del hombre y la mujer en el orden de sucesión de los títulos nobiliarios, han venido a poner fin a estas polémicas, declarando que el hombre y la mujer tienen igual derecho a suceder en las Grandezas de España y títulos nobiliarios, sin que pueda preferirse a las personas por razón de su sexo en el orden regular de llamamientos. Esto ha supuesto el fracaso irremediable de todos los esfuerzos, maniobras, fintas y estratagemas de la Diputación de la Grandeza y de sus acólitos, entre los que han destacado por su desacierto varios destacados miembros de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, que se han prodigado mucho en la absurda defensa de las posiciones machistas. Desde el punto de vista más tradicional, resulta que si bien se trata indudablemente de un triunfo de la democracia y del progreso, en todo caso esa ley se presenta conflictiva, tanto en el plano propiamente legal -hemos notado varios defectos de técnica jurídica-, como en el puramente social. Parece evidente que el nuevo mecanismo sucesorio, si bien es más ajustado al hodierno sentimiento igualitario en materia de género sexual, en realidad es contrario absolutamente al sistema nobiliario. La Nobleza española, como la de todo el Occidente europeo, nació como una clase militar allá por el siglo X, y decir militar durante la Edad Media es decir también varonil. La Nobleza no puede ser hoy más que un depósito de tradiciones, entre ellas las aludidas; y por eso modificar esas tradiciones, en cualquier sentido, siempre será, en realidad, prostituirlas y -de facto- abolirlas.

Y así se ha producido muy luego la sentencia del Tribunal Supremo de 3 de abril de 2008, primer fallo del Alto Tribunal en materia nobiliaria, en el que se ha aplicado la reciente Ley 33/2006 sobre igualdad del hombre y la mujer en el orden de sucesión de los títulos nobiliarios.

Y no ha sido tan sólo esa atinente a las primogénitas la única intervención de los Tribunales en materia nobiliaria: a partir de 1985, y contradiciendo una larga y rica jurisprudencia anterior, el Tribunal Supremo decidió estimar la prescripción adquisitiva por la posesión durante más de cuarenta años de un Título nobiliario. Se ha fundado para ello en una interpretación abusiva -un verdadero uso alternativo del Derecho, a la manera marxista- de la ley 41 de las promulgadas por las Cortes de Toro de 1505, y por ello ha recibido críticas muy justificadas, algunas de ellas pronunciadas por el autor en la sede de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

Pasando ya a considerar lo acaecido durante estos últimos cinco lustros en la Nobleza colegiada, comenzaré por la Diputación de la Grandeza, que desde 1943 estaba encabezada por el Duque del Infantado. Su sustitución por el Duque de San Carlos en 1991 abrió una nueva etapa en la secular existencia de la entidad. La creación, en 1992, de la Fundación Cultural de la Nobleza Española, orientó las actividades corporativas hacia el estudio y la difusión de los valores y de la tradición e historia nobiliaria. Pronto se iniciaron prestigiosos cursos históricos -en la concepción del primero de los cuales tuvo participación el suscribiente, toléreseme la vanidad- enseguida dirigidos con enorme acierto por la académica doña Carmen Iglesias Cano.

Ya en 1999 se produjo el relevo de San Carlos al frente de la Diputación, entrando a presidirla el Conde de Elda, que en 1999 logró sacar adelante reformas profundas, plasmadas en la sorprendente orden ministerial de 8 de octubre, que refrenda los nuevos Estatutos corporativos acordados en asamblea del 6 de junio de 1999. Mediante ellos han quedado integrados en la nueva Diputación -hasta entonces privativa de los Grandes de España- todos los Títulos del Reino, enriqueciendo y reforzando así al estamento nobiliario titulado. Es de desear, no obstante, que en reformas futuras se democraticen dichos estatutos -porque en cuanto a participación de los miembros, son opuestos a los principios de la Constitución de 1978-, y que acojan a la Nobleza no titulada, como he abogado públicamente.

La Corona, por su parte, ha sabido mantener de una forma prestigiosa e impecable el ejercicio de su derecho de gracia soberana -de su actividad premial-, y ninguna de las nuevas concesiones nobiliarias ha merecido censuras. Durante su ya largo reinado, S.M. el Rey se ha dignado otorgar apenas una veintena larga de nuevas mercedes: entre ellas, los Ducados de Franco, de Suárez, y de Fernández Miranda; la Grandeza de España al Marqués de Lozoya, al Vizconde del Castillo de Almansa y al Conde de Godó; los Marquesados de Águilas, de Arias Navarro, de Bradomín, de Canero, de Oró, de Pedroso de Lara, de Puebla de Cazalla, de Tarradellas, de Dalí de Púbol, de los Jardines de Aranjuez, de Gutiérrez Mellado, de O’Shea, de la Ría de Ribadeo, de Samaranch y de Salobreña; los Condados de Latores y de los Alixares, y el Señorío de Meirás.

También durante este reinado ha tenido lugar la reorganización de las cuatro Órdenes Militares españolas, que estaban en situación precaria desde 1931: ello se ha debido al celo de los cuatro sucesivos presidentes del Real Consejo de las Órdenes Militares (los Marqueses de Lozoya y de Santa Cruz, el Augusto Señor Conde de Barcelona, y S.A.R. el Infante Don Carlos). Actualmente, integran las cuatro Órdenes poco más de un centenar y medio de caballeros, y desarrollan modestas actividades sociales, religiosas y culturales.

También los demás Cuerpos colegiados nobiliarios han intentado, en general, afrontar los nuevos tiempos, reorientándose hacia tareas y servicios sociales y culturales. Paradigma de todos ellos puede ser la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, que ha sabido invertir las cuantiosas rentas de su plaza de toros en proyectos culturales, educativos y sociales, mereciendo la concesión, por parte de una administración socialista, de la medalla de oro de Andalucía. También el Real Cuerpo de la Nobleza de Cataluña viene realizando unos notables ciclos de conferencias. En el lado opuesto hallaremos otros colectivos que se han mostrado apenas activos durante todo este reinado: así las Reales Maestranzas de Zaragoza y Granada, y el Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid -cuya única novedad en el último decenio ha consistido en la adopción de un nuevo uniforme de gala; eso sí, flamante-.

Aunque no forma parte del colectivo nobiliario, por ocuparse de los estudios atinentes a este fenómeno me parece que debo hacer también referencia tanto a la Doctrina como a la Ciencia, y a los colectivos dedicados a ellas. Respecto de la primera, han brillado con luz propia los magistrados don Manuel Taboada y Roca, Conde de Borrajeiros, y don Luis Vallterra Fernández; ambos son autores de muy importantes estudios sobre legislación y jurisprudencia nobiliaria. Por su parte, el jurídico militar don Fernando García-Mercadal y García-Loygorri y el doctor don Félix Martínez Llorente, profesor titular de la Universidad de Valladolid, han dado a luz obras clave sobre el Derecho dinástico español.
En otro orden de cosas, las sociedades de estudiosos del fenómeno nobiliario -más bien genealogistas en su mayor parte- han florecido durante este reinado. Al mismo tiempo en que se ha producido la decadencia de las entidades satélites del difunto don Vicente de Cadenas y de su Asociación de Hidalgos -hoy denominada Hidalgos de España-, se han creado otras varias. Destaca entre todas ellas, sin duda alguna, la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, fundada en 1988, que en menos de diez años supo alcanzar el Patronato Regio, ingresar en el Instituto de España, y convertirse finalmente en Corporación de Derecho público. Su acertada labor durante sus primeros años ha logrado la consideración de estas materias en el ámbito universitario y académico; lamentablemente, las rencillas internas y la conflictividad constante de sus actuales cabecillas la han llevado al mayor de los descréditos, y a la consiguiente inactividad. A su lado trabajan el Colegio Heráldico de España y de las Indias, y las academias y sociedades sevillana, granadina, catalana, segoviana, toledana, asturiana, extremeña, canaria y valenciana de estudios genealógicos y heráldicos. Esta positiva proliferación de entidades ha causado, en el año 2000, el establecimiento de la Federación Española de Genealogía, Heráldica y Ciencias Históricas, un proyecto largamente madurado que ha proporcionado ya un importante fruto cultural y científico.

Como resumen de las ideas que inspiran la mentalidad nobiliaria de nuestros días, cerremos este epígrafe recordando las palabras pronunciadas por S.M. el Rey el 31 de marzo de 2001, ante la asamblea de la entonces recién renovada Diputación y Consejo de la Grandeza de España:

Nuestra historia común no puede entenderse sin tener en cuenta a quienes, a lo largo del tiempo, dieron mucho de sí mismos por la independencia, la prosperidad y la presencia universal de nuestra Nación, nuestra lengua y nuestra cultura.Esta Asamblea, compuesta por Grandes y Títulos del Reino, representa el paso decisivo de la Nobleza Titulada hacia el futuro. Ahora debéis seguir por los nuevos caminos que habéis abierto para prestar de manera más eficaz nuevos y mejores servicios a la sociedad y a los intereses generales de España.

Tenéis una tradición y unos valores que personificar y que también debéis transmitir a las nuevas generaciones. Existe un amplio campo de posibilidades en las que prestar generosos servicios sociales y culturales.

Ostentar un título nobiliario comporta servidumbres de mayor autoexigencia y asumir un código de valores sociales y el ejercicio sobresaliente de los más altos ideales que siempre han caracterizado a quienes han servido a España.

La incorporación de los Títulos del Reino a la Diputación de la Grandeza debe incrementar las actividades culturales hasta ahora desarrolladas por la Fundación Cultural de la Nobleza Española. La colaboración con entidades afines, así como con instituciones académicas, enriquecerá los trabajos de investigación y divulgación de la acción de la Nobleza Titulada a lo largo de la Historia de España.

En la España que mira confiadamente hacia delante, todos tienen espacio. En este momento, ampliar vuestra institución a la participación de los Títulos del Reino os permitirá insertaros en la sociedad con mayor peso específico. Así, podréis desarrollar vuestro papel y poner de manifiesto la vigencia, para el hombre y la sociedad de hoy, de los valores que desde antiguo han inspirado a la Nobleza Titulada española.

Qué cosa sea hoy un Título nobiliario según las leyes

Pasando a otro importante asunto: ¿qué es hoy un título nobiliario?. Pues, lisa y llanamente, ni más ni menos que una mera concesión administrativa -semejante jurídicamente en todo a las de aguas o minas-, que el Estado, mediante el pago de un impuesto, reconoce en precario a un ciudadano particular, sin otro derecho anejo que el ius nomen, la prolongación y sustitución legal del nombre civil. Aunque lo niega el Tribunal Constitucional, tal concesión sí que tiene contenido jurídico, ya que los Títulos nobiliarios son susceptibles de tener repercusiones económicas: particiones de herencias -retratos, plata, archivos, incluso palacios y valiosos tapices-, participación en consejos de administración de empresas familiares o no, y en patronatos de fundaciones, cesión del nombre a una bodega, etcétera, etcétera).

El hoy llamado Derecho Nobiliario comprende en realidad dos clases de instituciones que por cierto no son ya en la actualidad legislación nobiliaria stricto sensu: la creación de nuevas Grandezas y Títulos es materia más próxima al Derecho Premial; y la transmisión de Grandezas y Títulos no es más que una rama especial del Derecho Administrativo. No está vigente ni existe ya, en puridad, el Derecho Nobiliario, esto es, el conjunto de aquellas leyes y normas que dotaban al Grande, al Título, al noble, al caballero, al hidalgo y al infanzón medieval y moderno, de una posición jurídica privilegiada -penal y procesal, y en cuanto al acceso a la función pública-, distinta y superior a la del estado general. Como mucho, de todo aquello -que hoy pertenece al ámbito de la Historia del Derecho- sólo permanece, y es una reliquia admirable, alguna norma aislada de las Partidas, las Leyes de Toro, la Nueva y la Novísima Recopilación, que no otorgan ni reconocen privilegio alguno a nadie, sino que simplemente regulan los llamamientos sucesorios o el procedimiento especial de la transmisión en vía administrativa de las Grandezas y Títulos. Y nada más: porque, insisto en ello, esas normas no forman parte de un inexistente Derecho Nobiliario -extinguido ya desde 1836, y estudiado hoy por los historiadores del Derecho-, sino sobre todo del Derecho Administrativo.

En materia de sucesiones de Grandezas y Títulos contamos, pues, con un cuerpo legislativo en parte obsoleto, a veces farragoso, y de difícil interpretación -cuando no se sabe Historia del Derecho, claro- y muchas veces opuesto a la vigente Ley de Régimen Común y Procedimiento Administrativo de las Administraciones Públicas (sobre esto, véase lo que denunciamos en el editorial de Cuadernos de Ayala número 13, en enero de 2003). Y, para colmo, las sucesiones de mercedes nobiliarias, durante los dos últimos decenios, ha llegado a jurisprudencializarse en exceso, con los resultados lamentables de inseguridad jurídica que cabe suponer siempre que se da el caso de que el poder judicial invada el ámbito del legislador, y cada tribunal pueda fallar a su voluntad y arbitrio (sobre esto ya dije por largo en memorable conferencia dictada el 27 de noviembre de 2001 en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, refiriéndome a la supuesta prescripción adquisitiva de los Títulos nobiliarios).

Parece obvia, y en ello coincidimos todos los tratadistas, la necesidad de reformar la legislación vigente para reconfigurar la naturaleza jurídica del Título nobiliario con una orientación actual, en la que por cierto parece deseable una mayor exigencia de la valía personal de los actuales poseedores de mercedes nobiliarias, por aquello de Nobleza obliga. Si el Título nobiliario tiene contenido jurídico -insisto en que se lo ha negado el propio Tribunal Constitucional-, ha de regularse, pues de no hacerlo quedará limitado a un cada vez menor uso social por parte de un corralito que se autorregulará -como hizo en 1999, con poquísimo acierto, la Diputación de la Grandeza-. O peor aún: pasará al ámbito privado -tesis esta sostenida por el profesor Rubio Llorente, presidente del Consejo de Estado- y se convertirá en el puerto de arrebatacapas, en el que proliferarán aún más las falsificaciones y usos indebidos. La reforma legal en esta materia parece, pues, insoslayable; pero, claro, ¿quién le pone el cascabel al gato?. Los intereses creados y los desintereses políticos son muchos y muy cualificados.

En todo caso, en ese mismo sentido me resulta imposible aceptar las tesis jurídicas de algunos respetados amigos[3]: esto es, que puedan existir parcelas en el ámbito del Derecho español, que no estén reguladas por la Constitución de 1978 y demás legislación del Estado, o que sean ajenas a ella. Frente a los clarísimos mandatos de las sucesivas Constituciones españolas de 1812, 1837, 1845, 1869, 1876, 1931 y 1978 -y los no menos claros de un cúmulo de normas de inferior rango-, estos autores se han dedicado a rastrear aquí y allá en busca de indicios legales que avalen sus tesis. Y es cierto que existen algunos de tales textos legales o administrativos, y ellos y su pervivencia no dejan de ser una curiosidad, en todo caso aislada y meramente anecdótica. Pero de ahí a afirmar que esos vestigios legales de un orden político y social muerto y sepultado hace casi dos siglos, priman sobre los reiterados mandatos constitucionales, legislativos y jurisprudenciales, va un trecho tan largo que no podemos recorrerlo, so pena de caer en el grave pecado de construir un armatoste pseudojurídico. Me niego en redondo a aceptar estas tesis, que son por cierto las mismas de los nacionalistas vascos y catalanes cuando se imaginan presuntos derechos históricos anteriores y por encima o al margen de la Constitución. Esta pretensión doctrinal me parece indecente porque atenta contra la propia esencia del Estado democrático.

Qué cosa sean hoy las Órdenes y Cuerpos nobiliarios

Si bien es posible admitir la existencia hoy de Órdenes, corporaciones y hermandades nobiliarias, en las que se reúnan socialmente los actuales poseedores de Títulos y los descendientes de nobles, resulta imposible que tenga ninguna de ellas un carácter oficial, esto es, que formen parte, de alguna manera, de la Administración del Estado. Y es que esa pretensión es un imposible constitucional y legal. Otra cosa es que cualquiera de ellas, asociaciones privadas siempre, tengan atribuidas por el Estado algunas funciones consultivas: ése, y nada más, es el caso de la Diputación de la Grandeza, que aconseja y dictamina en algunos casos de transmisiones de Grandezas y Títulos; o de la Orden de San Lázaro de Jerusalén, que tiene atribuidas las funciones públicas en la lucha contra la lepra. Eso sí: como tales asociaciones privadas, pueden ser declaradas de utilidad pública por el Consejo de Ministros, como cualquier otra asociación civil: así, la repetida Orden de San Lázaro desde 1940, o la decaída Asociación de Hidalgos de España (que la alcanzó en 1967, pero la ha perdido en este mismo año 2009).

Hoy en día la Nobleza colegiada, es decir aquellos grupos nobiliarios asociados en Órdenes y Corporaciones, son, por su número y actividades, meramente residuales. Y, lo que es peor, a ellos apenas acceden los viejos linajes de Grandes y Títulos, depósito de las grandes glorias nobiliarias y patrias, que han sido sustituídos -en el mejor de los casos- o suplantados por un número creciente de hidalgos de modesta extracción -llamados menudos allá por el siglo XV-, muy respetables pero en modo alguno representativos de lo que ha sido la hispánica Nobleza. En su inmensa mayoría esas entidades son, además, la parte más tradicionalista y cerrada a toda novedad de esa sedicente Nobleza.

No hablo a humo de pajas, ni tampoco es mi costumbre usar de eufemismos ni de subterfugios: recordemos que el número de personas residentes en Madrid que pudieran ser consideradas nobles, debe oscilar hoy entre quince mil y veinte mil, como poco. Pues bien, la Diputación y Consejo de la Grandeza de España apenas reúne a tres centenares de Grandes y Títulos; mientras que el Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid solamente acoge a menos de doscientas personas. Y quizá un número algo más crecido otras entidades nobiliarias que pudiéramos llamar menores. ¿Representan estas corporaciones -las más importantes de España, por otro lado-, y esas personas, respetabilísimas por lo demás, al antiguo Estado Noble español? Yo creo que no.

Peor aún: las instituciones nobiliarias no han sabido adaptarse a los tiempos modernos, y se empecinan en permanecer completamente ajenas a la realidad social de nuestros tiempos. Por seguir con los casos madrileños, recordemos que tanto la Diputación de la Grandeza de España como el Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid carecen de una posición legal y jurídica definidas -ni son corporaciones de Derecho público, ni tampoco asociaciones, ni sociedades mercantiles ni fundaciones, que son las cuatro únicas figuras societarias admitidas por las leyes vigentes-. No se sabe bien qué cosa sean. Y además ninguna de las dos entidades es en absoluto participativa, por no decir que ambas son declaradamente antidemocráticas -perdoneseme el término, referido a grupos precisamente estamentales-. Sus cargos no son apenas electivos, ni su gestión está sujeta a un control efectivo -propiciándose así los abusos e irregularidades que se vienen denunciando en su seno-.

Para colmo, las hodiernas Corporaciones Nobiliarias resulta que traicionan sus propios principios que dicen defender; y no me refiero sólo al more nobilium, tan difícil de compaginar con la vida moderna, sino a la propia tradición en que dicen fundarse. Quiero decir que las gentes que hoy son mayoría en ellas no descienden de Grandes, de Títulos, o de caballeros de Órdenes, sino de hidalgos de aldea de escasa relevancia nobiliaria durante el Antiguo Régimen. Estas corporaciones están, pues, falsificadas, ya que aparentan ser lo que no son, es decir se presentan como grupos nobiliarios, cuando en general son otra cosa y de la Nobleza solamente toman un nombre más o menos antiguo y prestigioso.

Además, la vasta ignorancia de los dirigentes, muy en particular la de los fiscales, hacen que la calificación de pruebas nobiliarias sea un escándalo constante y continuado. Parecen creer que las leyes vigentes en la materia no les afectan (porque en esto sí que hay leyes vigentes, como la pragmática de 10 de febrero de 1623, cuya modificación sólo compete a S.M. el Rey, por el trámite de las Cortes). Así, por ejemplo, el Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid decidió hace algunos años, galanamente, que los Grandes de España quedasen excluidos de la necesidad de presentar pruebas de la nobleza de su linaje, bastándoles, según les pareció, la mera posesión administrativa de una Grandeza para convalidar la nobleza de sangre que les pudiera faltar por sus abuelos -pues ¿qué ocurre si pierden la merced en pleito, qué habría de hacerse con el caballero ingresado así, o sea sólo por poseer una Grandeza que ya no posee?-. Y en dos de las cinco Reales Maestranzas de Caballería me consta que últimamente ni siquiera se presentan pruebas, y así han sido admitidos ya varias decenas de maestrantes que de nobles solamente tienen la apariencia. También recientemente ha causado un gran escándalo el hecho de que la Asamblea Española de la Orden de Malta haya hecho de su capa un sayo, “adaptando” las leyes nobiliarias vigentes -por supuesto, sin contar con el Rey ni con las Cortes, ¿para qué?- a las particulares conveniencias de sus dirigentes, alguno de ellos por cierto conocidamente tachado de falsario[4].

Este es el peligro de la antes aludida e indeseable autorregulación, a la que se llega sólo cuando una corporación ha dejado de ser de verdad importante y señorial, para convertirse en un corralito de mindundis.
El resultado: en las Órdenes y Corporaciones nobiliarias españolas hay en la actualidad muy pocos representantes de la verdadera Nobleza histórica, la antigua y respetable, cuyos representantes se niegan a ingresar en estas mixtificaciones; al tiempo que hay muchas gentes en los escalafones, digamos que hasta la mitad más o menos, que tan solo hace veinte años no hubiesen podido siquiera imaginar que serían admitidos; e incluso ostentan cargos en sus juntas de gobierno. Parafraseando al gran Sacha Guitry: sus antepasados deben de estar francamente sorprendidos de ver los progresos nobílicos de sus vástagos... que en vez de descender, han ascendido. Y también es muy cierto lo que nos tiene enseñado el licenciado José Antonio Dávila y García-Miranda: que el ingreso en estas instituciones no es más que la coronación de una vida de éxitos... o el consuelo de una vida de fracasos -y los que ingresan movidos por esta última causa son ya nutrida legión-.

Obviamente, resulta que todo esto redunda en el descrédito de las instituciones nobiliarias históricas, que poco a poco se van convirtiendo en un cascarón vacío de contenido y de grandes nombres y apellidos -aunque eso sí, pobladísimo de gentica-. Nobleza antigua, poca y cada vez menos; advenedizos, muchos y cada vez más. Todo va quedando en puro folklore, pero nada más que folklore.

Qué cosa pudiera ser en adelante la Nobleza española

Sin embargo, la cuestión que tratamos dista mucho de limitarse a una más o menos profunda renovación de algunos colectivos como la Diputación de la Grandeza de España, aunque ciertamente sea esta entidad la que debería asumir la representación del colectivo social que en ella se integra. No, el asunto tiene una mayor hondura, porque lo que ciertamente está en crisis -una crisis genérica, larga ya de muchos años- es la razón de ser, en la España de los albores del tercer milenio, de una autodenominada Nobleza, sea titulada o no. Y ése debe de ser, a nuestro juicio, el punto de partida de los líderes de la Diputación de la Grandeza: una reflexión profunda del papel social e histórico de la Nobleza. Una reflexión que probablemente se ha ido evitando desde hace más de un siglo -el Antiguo Régimen, aquel en el cual la Nobleza era la clase directora de la sociedad, concluyó en España en 1836-, y que permita a quienes encarnan actualmente el propio estamento saber con precisión de dónde vienen, quiénes son actualmente, y hacia dónde se dirigen, en términos sociales e históricos. Mientras esto no se haga, y no se haga con seriedad, todo los posibles logros quedarán limitados a la esfera del ir tirando sin saber siquiera hacia dónde.

Creo que es muy conveniente, y no se ha hecho, investigar sobre el papel de la Nobleza en la sociedad contemporánea, hasta la propia actualidad, su ideología[5], su presencia en las tareas de gobierno, en la administración pública, en los ejércitos, en las actividades industriales y comerciales, en la cultura y las artes, etcétera: en todos estos ámbitos veremos a la Nobleza, o al menos a muchos nobles, ocupando lugares muy destacados. Se impone, pues, la aplicación previa de técnicas históricas y sociológicas modernas -como las aplica cualquier colectivo o empresa mediana-, empezando por la estadística: porque ¿sabemos acaso el número de personas que integran actualmente el colectivo nobiliario? ¿lo forman exclusivamente quienes ostentan un Título, o también su esposa, hijos y familiares próximos? ¿conocemos la situación social y económica de este colectivo? ¿sabemos algo de sus ideas respecto de su condición nobiliaria? ¿y nos es conocida la opinión del resto del pueblo español al respecto? ¿conserva la Nobleza española un cierto poder económico y una cierta preponderancia social? ¿hasta qué punto?. Estas son sólo algunas de las muchas de las cuestiones sin cuya respuesta veraz parece imposible trazar planes de futuro.
Y, una vez tomada conciencia y conocimiento preciso de la verdadera entidad de este fenómeno histórico-social, será necesario reflexionar sobre las posibilidades que tiene la llamada Nobleza española de prestar un servicio a la sociedad moderna -única razón de ser que justificaría su existencia-. Un servicio efectivo que debe estar siempre apoyado en dos pilares: la ley y la tradición respetable -siempre y cuando los nobles actuales quieran verdaderamente mantener esta última, lo que suele ser algo incómodo y por eso cada vez más infrecuente-. En fin, parafraseando a fray Juan Fernández de Rojas en la introducción a su Crotalogía o ciencia de las castañuelas (1792): yo no sé si debe o no debe existir una Nobleza en los albores del tercer milenio, pero ya que la hay, que sea seria y digna de respeto. No me resisto a reeditar algunas líneas publicadas hace ya cincuenta años:
Hace muchos siglos los hombres descubrieron, con general asombro, que los seres de castas superiores, a quienes ellos tenían por semidioses, eran del mismo barro que los demás mortales. Hace menos tiempo se descubrió también que la aristocracia de sangre, como clase social, había agotado su misión histórica y no tenía ninguna función importante que desempeñar en el mundo moderno. No nos oponemos a que esta aristocracia, en sus reuniones privadas, alardee de sus viejos pergaminos. No nos disgusta en absoluto que el Conde de Pavo Hermoso presuma de ser descendiente de Don Agapito, aquel glorioso caballero que degolló, en singular combate, a veinte moros juntos, o que regaló un collar de perlas a Eustaquio III el Galante, para que éste consiguiera el favor de la bella Florinda. Su presunción será tanto más inofensiva, cuanto que no se conocen descendientes de los veinte moros degollados ni del matrimonio canónico de Doña Florinda, que pudieran sentirse agraviados. Pero censuramos que se tribute reconocimiento oficial a una institución de clase que, como tal clase, no es capaz de prestar al Estado ninguna función.

¿Un autor marxista? ¿un periodista de izquierdas? En modo alguno: el párrafo anterior se publicó en la revista falangista Educación y Cultura, al tiempo de la restauración del orden jurídico nobiliario, esto es, en junio de 1948. El lector juzgará de su criterio y actualidad, y sabrá deducir las conclusiones oportunas.
A nosotros nos parece evidente que las últimas leyes -como la polémica ley 33/2006, sobre igualdad del hombre y la mujer en la sucesión de títulos nobiliarios-, y las últimas decisiones jurisprudenciales, unidas ambas a la abyecta autorregulación acometida desde la Diputación de la Grandeza y otras entidades nobiliarias, constituyen un escalón más en el descenso del grupúsculo social que hoy se autodenomina hispánica Nobleza, del que tenemos dicho reiteradamente que hoy en día ya apenas representa nada en la España moderna y democrática. Para quienes amamos el pasado porque es pasado, y no lo queremos hacer presente -una idea horrible-, hubiera sido quizá mucho más razonable abolir de una vez por todas -que quizá ya vaya siendo hora- la propia institución nobiliaria, las Grandezas y los Títulos, que no tienen ya ninguna razón de ser en la España democrática, meritocrática e igualitaria de estos albores del siglo XXI, globalizado y postmoderno.

A modo de conclusión
Tengo dicho que el modelo dinástico y nobiliario nacido hace mil años, allá por el siglo X, se ha agotado completamente. La Nobleza española ha dejado de existir como tal estamento, es decir como grupo social cohesionado o al menos unido por unas señas de identidad -mentalidad, educación, parentesco, patrimonio y dedicación-. Desde hace más de un cuarto de siglo, lo cierto es que ya la todavía llamada Nobleza no forma un todo más o menos unido y semejante en sus partes familiares, sino que se ha diluido completamente en el seno de la sociedad postmoderna e igualitaria, que por supuesto ni comprende ni admite distinción alguna que no esté fundada en el mérito personal o en la posesión de dinero. No entro a juzgar la bondad o no de esta situación. El caso es que, hoy en día, una mayoría de los vástagos de Grandes y Títulos se desinteresan de la historia familiar, y se dedican, ante todo y sobre todo, a ganar dinero, todo el dinero posible, que es lo único que mueve hoy a nuestra sociedad -aparte del fútbol, que es espectáculo y no deporte, y del despreciable famoseo-. Por eso mismo otras profesiones y ocupaciones, hasta ahora tradicionales en la Nobleza -la agricultura, la ganadería, la milicia o la diplomacia-, ya no están pobladas de Grandes y Títulos.

Y ya dijimos en su día que las bodas del Príncipe con una señorita de brillante trayectoria personal, pero cuyos orígenes familiares son ajenos a toda tradición regia y nobiliaria -vulgum pecus-, comentarios aparte sobre su oportunidad política y dinástica -que a mí, insisto en ello, me parecen muy positivas-, significa ni más ni menos que la separación definitiva entre la Corona y la Nobleza, que era la única razón de ser de esta última. El mensaje de Su Alteza Real a la sedicente Nobleza no ha podido ser más claro, ni más coincidente con el sentir de la sociedad española.Por cierto, al hilo de aquellas bodas, un suceso ha venido a confirmar esa traición de buena parte de los actuales nobles a sus propios principios y tradiciones.
Resulta que varios de ellos, titulados y no titulados, vinculados a la Real Academia Matritense, a la Diputación de la Grandeza, a la Orden de Malta y al Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid, se movieron entonces manifestando su cerrada oposición a la futura Princesa de Asturias, y llegando a distribuir panfletos durísimos contra la decisión del Príncipe y contra la reputación de la futura Princesa. Fueron denunciados por quien esto escribe, con nombres y apellidos, la prensa se hizo eco del caso, y después siguieron varios procesos judiciales. Los tribunales han ido dando la razón al denunciante, declarando finalmente probados aquellos manejos, quizá impropios de nobles y caballeros fieles a su Rey. Pues bien, ¿qué ha ocurrido a la postre? Pues justamente lo contrario de lo que prescribe el viejo código de honor caballeresco: los máximos dirigentes de tan preclaras instituciones nobílicas -entre ellos tres Grandes de España, nada menos: los Condes de Elda, de Orgaz y de Murillo- han amparado constantemente a aquellos enemigos de la Familia Real y les han mantenido a todos no ya en su seno, sino en cargos de las juntas de gobierno respectivas, solidarizándose así, al menos en apariencia -y la apariencia lo es todo en materia de honor-, con los ataques. Y, simultáneamente, el denunciante fue obviado por todos ellos, y hasta denostado y preterido por cumplir con su deber. El mundo al revés ¿o no?. Afortunadamente, las Personas directamente afectadas por tales deslealtades conocen muy bien todos los detalles de esta lamentable historia, que tan mal ha dejado a los conspiradores, y al trío condal de sus protectores y encubridores.
¿Nobleza? ¿aristocracia? ¿élites? En toda sociedad humana las ha habido, las hay y las habrá. La sociedad española en particular, y las sociedades occidentales en general, las necesitan como clases directoras, de ello no hay duda. Pero es obvio también que no pueden fundarse ya en la sangre, la estirpe o el linaje -es decir, en el mero automatismo, por lo demás tan azaroso, del nacimiento y la herencia-, sino sólo y exclusivamente en la valía y en el esfuerzo personal. Y es que el origen del more nobilium fue precisamente ese afán de superación personal, esa búsqueda constante de la perfección a través de la práctica de la virtud. Grecia nos enseñó a buscar la belleza, la bondad y la sabiduría; Roma nos dio el concepto de la libertas basada siempre en las leyes; la Cristiandad, el del respeto e incluso el amor al prójimo; la Caballería medieval, un estricto código del honor... En este sentido, hago míos los principios y las luminosas ideas, tan actuales, del benemérito don Luis de Marichalar, Vizconde de Eza (1873-1945), fino político agrarista y sociólogo, vertidas en un extraordinario y poco conocido ensayo que tituló Vivero de selectócratas (Madrid, 1940): la aristocracia histórica nada vale si no practica todo género de virtudes. Exactamente. Ni más ni menos.
Por eso me parece que resulta bien comprobado que en la España post-moderna y globalizada, a la llamada Nobleza española -compuesta sólo de meros poseedores de Títulos y de meros descendientes de nobles- solamente le queda continuar vegetando y mirándose en el ombligo de una vanidad que siempre será ridícula -y además tan innecesaria a la sociedad española-; o bien plantearse el recurso de aceptar con resignación y con dignidad su extinción definitiva como estamento o grupo social, dedicándose sus asociaciones colegiales, como mucho, a una mera labor cultural de conservación de una a veces estimable memoria histórica, pero evitando por cierto los tintes pseudo-historicistas y el malhadado orgullo de clase -o de casta, mejor dicho-. El cambio del viejo concepto de Nobleza al único hoy admisible -el de Familias Históricas- parece insoslayable, aunque a ello se resistan los descendientes de hidalgos de aldea que hoy pueblan y gobiernan -y prostituyen- las corporaciones nobílicas, que obviamente saldrían perjudicados en el cambio, ya que sus modestos linajes jamás han hecho ni siquiera una pequeña parte de la Historia de España.

¿Aristocracia? ¿élites? ¿selectocracia? Las hay en España de hoy, por supuesto; pero los actuales descendientes de la hispánica Nobleza, la que existió y rigió los destinos de las Españas durante la Edad Media y la Edad Moderna, ya no son ni una cosa ni la otra porque no buscan ni practican apenas la virtud, ni tampoco tienen el amparo legal porque apenas existen ni para el Estado ni para el Derecho. Y para colmo carecen de poder económico. Y ya sabemos que la nobleza sin ley, sin virtud y sin patrimonio, no puede ser ya nada más que huera y molesta vanidad.



[1]. Mención especial merece la Soberana Orden Militar de Malta, decana de las Órdenes Militares y también de las entidades humanitarias, cuya impresionante actividad en favor de los desposeídos es reconocida mundialmente, al tiempo que desarrolla una intensa y completa labor religiosa y cultural. En España tiene presencia desde el siglo XII, y desarrolla una actividad notable a través del Subpriorato de San Jorge y Santiago; por el contrario, la Asamblea Española ha caído en una lamentable decadencia durante el mandato de su último presidente, personaje muy cuestionado por sus errores personales, económicos y de gobierno. Respecto de la Orden de Malta, debo considerar que a partir de las muy recientes y alegales reformas de los estatutos de la Asamblea Española -que dispensan o reducen mucho las exigencias nobiliarias-, sus caballeros y damas no pueden ser ya considerados parte integrante de la Nobleza española.
[2]. Sobre este asunto, véase también Alfonso de CEBALLOS-ESCALERA GILA, “La Nobleza española durante el reinado de Don Juan Carlos I”, en Cuadernos de Ayala, 4 (octubre-diciembre 2000), págs. 25-27.
[3]. Fernando GARCÍA-MERCADAL e.a., Caballeros del Siglo XXI. Vindicación jurídica y sentimental de las corporaciones nobiliarias españolas (Madrid, 2004).
[4]. Alfonso de CEBALLOS-ESCALERA GILA, “Las probanzas nobiliarias, genealógicas y heráldicas en la Orden de Malta, ayer y hoy: una cuestión legal”, en Anales Melitenses, II (2004-2005), págs. 43-85.
[5]. En el ámbito hispano, son raras -lo han sido siempre- las obras dedicadas a formar una doctrina nobiliaria, o mejor dicho nobiliarista; y más aún en los dos últimos siglos. Recordaré tan solo las numerosas aportaciones de Vicente de CADENAS Y VICENT en las páginas de la revista Hidalguía; o la de Alfonso de FIGUEROA Y MELGAR, DUQUE DE TOVAR en su erudito tratado Nobilitas insignis (Madrid, 1965).